Era historiador de trivialidades y exquisiteces profanas. Catalogaba lunares de acuerdo al sabor de quien los portaba, analizaba estructuras de miradas inapelables, transcribía palabras que el silencio le dictaba. Vivía el presente cual si llevara la eternidad a cuestas. Amaba, lloraba, sonreía, gritaba, ensombrecía. Mas nunca abandonó su insólita labor de cronista existencial. Su único titubeo ocurrió al encarar aquel instante singular, el de la propia muerte. Supo que no podría dedicarle la totalidad de su ahínco narrativo, así es que decidió residir a plenitud en la inusual ocasión de su deceso.
El dios de los lirios
Cierta tarde, un dios adicto a los versos decidió abandonar el mal hábito para poder ejercer meritoriamente su rol supremo. Así es que vertió en un prisma etéreo la lágrima iridiscente de su inspiración entera. Al ver su reflejo ensombrecido, la deidad arrojó sobre el mundo el prisma poético. Los estudiosos aseveran que de cada una de sus astillas tornasoladas brotó un lirio distinto.
Muerte en ella
Murió tras desbordarse el límite de su conciencia y no sin antes derramar la debida profusión de sensaciones abstractas y sudor. Sus ojos atraparon una última chispa de luz extática antes de perderse en ella, su aflicción mortal y desnuda convalecencia.