Era historiador de trivialidades y exquisiteces profanas. Catalogaba lunares de acuerdo al sabor de quien los portaba, analizaba estructuras de miradas inapelables, transcribía palabras que el silencio le dictaba. Vivía el presente cual si llevara la eternidad a cuestas. Amaba, lloraba, sonreía, gritaba, ensombrecía. Mas nunca abandonó su insólita labor de cronista existencial. Su único titubeo ocurrió al encarar aquel instante singular, el de la propia muerte. Supo que no podría dedicarle la totalidad de su ahínco narrativo, así es que decidió residir a plenitud en la inusual ocasión de su deceso.